jueves, 19 de febrero de 2009

7º domingo ordinario, B (22 febrero 2009)


Palabra que perdona

Mc 2,1-12

Y entrando de nuevo en Cafarnaún, al cabo de unos días, corrió el rumor de que estaba en casa. Y se juntaron muchos, de forma que ya no había lugar ni siquiera junto a la puerta, y les anunciaba la palabra.
Y vienen llevándole un paralítico entre cuatro. Y, no pudiendo conducirlo hasta él a causa de la multitud, abrieron el techo donde él estaba, y por el boquete abierto descuelgan la camilla en la que el paralítico yacía. Y viendo Jesús la fe de ellos dice al paralítico:
‘Hijo, perdonados son tus pecados’.
Estaban allí algunos de los escribas sentados y cavilaban en sus corazones: ‘¿Cómo habla así éste? Está blasfemando.
¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?’
E inmediatamente, conociendo Jesús en su espíritu que así cavilaban en su interior, les dice: ‘¿Por qué caviláis eso en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico ‘Perdonados son tus pecados’, o decir: ‘Levántate, coge tu camilla y caminar’?
Pues para que sepáis que el hijo del hombre tiene poder de perdonar pecados sobre la tierra, - dice al paralítico - ‘A ti hablo: Levántate, coge tu camilla y marcha a tu casa’
Y se levantó, y al punto cargando la camilla salió delante de todos, de forma que se maravillaron todos y glorificaban a Dios diciendo: ‘Nunca vimos tal cosa’

1. Para entender el texto
Después de unas jornadas de enseñanza, Marcos inicia, de nuevo en Cafarnaún, una serie de controversias; el evangelio anunciado y practicado genera también polémica. De hecho, las palabras de Jesús, tanto o más que sus acciones, manifiestan el motivo de su misión y provocan una oposición cada vez más fuerte. Jesús sigue, imparable, desvelando su identidad a través de actuaciones cada vez más paradójicas, que suscitan obstinación y rechazo más que asombro o incredulidad; en la medida en que Jesús se va identificando por lo que hace; va creciendo el número de sus detractores, que empiezan a pensar en acabar con él. Hasta ahora no ha hecho más que el bien y ejercer con autoridad su magisterio. Los que lo contemplan tienen que decidirse en favor o en contra suya: su persona exige discernimiento y origina división.
En el encuentro con el paralítico Jesús se arroga un poder que corresponde sólo a Dios: curar podía hacerlo aquel a quien Dios se lo hubiera concedido; perdonar era oficio de Dios en exclusiva. Jesús, que no niega el presupuesto de sus antagonistas, realiza lo menos (curar) para dejar claro que puede mucho más (perdonar): promete lo que quiere. Algo muy de Dios actúa en él; tanto como para devolver la salvación más completa al hombre: combate en la raíz el mal que aqueja a los hombres.
A causa del gentío, el paralítico no tiene acceso a Jesús; los oyentes se lo impiden; pero sus ayudantes se ingenian, con tanta tozudez como inoportunidad, para llevarle hasta él a través del tejado. Nada anormal hay en que un enfermo tenga que recurrir a familiares o conocidos para llamar la atención de Jesús; lo chocante es que Jesús descubra fe en ese esfuerzo, ingenioso y terco, de llevar al enfermo ante él: esos improvisados camilleros no se arredraron ante la dificultad y Jesús no pudo evitar atender al paralítico, al ser testigo de la confianza que depositaban en él.
Y sorprende tanto a los enemigos como, seguramente, al beneficiario: quiere sanarlo en profundidad, librándole del pecado de forma totalmente gratuita. Da lo que no se le pide, promete mucho más de cuanto es deseado. La gracia que hace deja al descubierto la falta no advertida por el enfermo, al prometerle lo que no se tiene; él pensaba, a lo sumo, en sanar; Jesús quiere, sobre todo, perdonar.
La pretensión de Jesús está sujeta a prueba: Y el milagro ratificará lo afirmado: cumple lo más, realizando lo menos; es más fácil prometer perdón que levantar paralíticos, porque sólo esto último es verificable. La consecuencia es clara, quien devuelve la vida a los miembros muertos, es capaz de devolver la gracia a quien la ha perdido. El hombre, sanado y perdonado, no ha dicho una sola palabra: su existencia renovada es signo evidente de la presencia de Dios; un paralítico andando es la prueba más clara del poder divino que Jesús ejerce en la tierra.

2.- Para meditar la palabra
El paralítico tuvo la suerte de contar con unos cuantos que se las ingeniaron para llevarlo ante Jesús; no les intimidaron las dificultades, tuvieron imaginación y pusieron empeño en acceder a él. Y sobre todo, tuvo el paralítico la fortuna de que Jesús descubriera fe en sus esfuerzos por aproximársele. No tuvieron que decir lo que querían, pero hicieron lo que pudieron hasta conseguir que Jesús viera al enfermo y su fe. La fe que apreció Jesús en ellos se presentaba como ayuda al necesitado; era una fe que no sustituyó la confianza del enfermo, pero que tuvo que soportarle mientras lo llevaba ante Jesús: tuvieron fe, porque confiaron al paralítico a Jesús, en circunstancias adversas. Carezco de esa fe, que es compromiso con quien, de mi entorno, se siente mal, una fe que se hace maña y sagacidad para dar con la respuesta a su necesidad. Cada malestar de un hermano, cada enfermedad de un prójimo, es un reto a mi compasión, la ocasión donde se prueba mi fe. Se me hace difícil creer, siempre que me libro de quien me necesita; mi fe no es más audaz ni eficaz, porque no dejo que me cuestione la necesidad de mis hermanos; su malestar no despierta mi imaginación ni intranquiliza mi corazón. Si Jesús considera fe el acercarle al quien está mal, tengo en cada hermano indispuesto una oportunidad para hacerme creyente.
Jesús sorprendió al paralítico y a sus ayudantes, cuando vio fe en cuanto estaban haciendo; supo leer lo que ellos mismos no habían manifestado, ni pensado siquiera. Y Jesús sorprendió, igualmente, a los escribas, cuando les desveló sus pensamientos más íntimos; fue capaz de descubrir cuanto maquinaban en su interior. Jesús sabe apreciar a quien se le acerca, conoce las intenciones más ocultas de quienes están con él; no se deja engañar por apariencias ni estereotipos; valora a cada uno por lo que es y acierta a juzgarnos por cuanto hacemos. Un Jesús así inquieta y asusta; se nos hace incómodo, molesta; sus silencios desconciertan, sus palabras cuestionan. No es de fácil convivencia alguien que puede decirte lo que piensas y conoce ya lo que aún no has expresado. Pero es ése el Jesús que sabe ver fe donde los demás sólo contemplan malestar o el ridículo; ante él no cabe la simulación, pero junto a él siempre seremos bien apreciados.

3.- Para hablar con Dios
Vivo en medio de personas paralizadas en sus males, no se mueven hacia ti, no se conmueven por ti. En vez de estimularme, el malestar de los demás me desanima; antes que volver a dolerme por cuanto no puedo solucionar, me refugio en la indiferencia o me niego a ver lo que es tan obvio. No logro ver en cada necesidad de mi hermano, la necesidad de ti y la necesidad de mí: de ti, porque eres el único que puedes satisfacerla; de mí, porque soy quien debe llevarlos a ti. No me pides que hable demasiado, sino que actúe un poco más; no esperas que haga milagros, deseas verme implicado en los males de mis hermanos, cercano a los que se sienten mal y solos. Insensible ante el mal que no padezco, no puedo creerme que estés contra todo mal. No acabo de entender que veas fe en cuanto pueda hacer por un hermano indispuesto. Quizá por eso mismo no soy buen creyente. No me siento impelido a creer en ti más, cuanto peor veo a mi prójimo. Seguro que si tuviera algo más de fe, me dedicaría a llevarte a todos los que no se sienten bien consigo mismos.
Señor, me desconciertas porque me prometes lo que yo no he soñado todavía y porque empeñas tu palabra en sanarme de lo que yo ni he advertido ni quiero reconocer. Y si descubres mi debilidad, es porque quieres curarla de raíz; si me haces ver que soy peor de cuanto te admito, es porque quieres hacerme mejor de lo que me imaginé. Gracias, Señor, por tu interés por mí; gracias, por tu empeño en hacerme bien, haciéndome bueno; gracias, por esa gracia que me haces cuando me salvas del pecado que no te he confesado. Gracias, Señor, por ser más grande que mis sueños y que mis deseos, por ser mayor que mis males. No te dejes engañar por cuanto te pido; que lo que deseo de ti no te despiste; sigue mirando en mi interior y desvela mis pecados. Sólo podré curarme de aquello que quieras tú curarme.
Como al paralítico un día, devuelve movilidad a mi cuerpo y perdón a mi corazón. Y vuelva yo, obedeciendo tu orden, a casa, liberado de la parálisis que me domina y libre del pecado que me atenaza. Seré, si lo haces, evangelio viviente entre los míos, prueba creyente de tu poder divino. Yo, Señor, y los míos lo necesitamos. Hazme experimentar tu salvación. Y conviérteme en testigo de tu poder, curándome de mis males.

4.- Para contemplar a Dios
Descubre los momentos de tu vida y de tu persona en los que Dios te ha desconcertado y te ha sorprendido. Déjate admirar de lo que Dios ha hecho en Ti; agradécele platícale y déjate llevar por su amor.


Con todo mi cariño, P. Cleo sdb

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