viernes, 25 de diciembre de 2009

Domingo Infraoctava de Navidad, La Sagrada Familia (27 diciembre 2009)

Texto a meditar y orar:
Lc 2, 41-52


LECTIO: La ley de Moisés prescribía que todos los hebreos que hubiesen cumplido doce años de edad, tomaran parte, en el templo de Jerusalén, en las fiestas de Pascua, Pentecostés y en la de los Tabernáculos. El hecho que narra el evangelio el día de hoy es la obediencia a esta prescripción legal.

El evangelio presenta la familia de Jesús como una familia israelita ordinaria, con un padre “carpintero” y con “hermanos y hermanas” entre el pueblo. Ésta familia cumplidora de las prescripciones legales y tanto así pobre que para rescatar al “primogénito” utiliza el mínimo de la oferta exigida en el Templo.

Una peregrinación al Templo, cuando Jesús estrena mayoría de edad legal, concluye lógicamente el relato de su infancia. El relato no se centra ni en el viaje de ida a Jerusalén ni en la celebración de la Pascua, sino en cuanto sucede a continuación: la pérdida de Jesús en Jerusalén. Tras la anécdota de su extravío casual se cierne la amenaza de su definitiva pérdida: hallarán al hijo buscado entre los doctores admirados, pero no lo recuperarán sino como Hijo de Dios

Por vez primera y en boca de Jesús adulto, aparece la conciencia de su filiación divina; deberse al Padre y a sus intereses le libera de la patria potestad de su familia; por tanto, ni la búsqueda, ni la angustia están justificadas, porque ni se había extraviado, ni les pertenecía; con todo, tener como Padre a Dios y tener que ocuparse de sus asuntos no lo liberará de la obediencia a su familia.

La reacción de María vuelve a ser la única posible en una creyente: acompaña el crecimiento de su hijo con el crecimiento de su fe. El episodio define particularmente bien la capacidad contemplativa de María: su búsqueda de una razón para entender cuanto le ocurría se hace experiencia dramática cuando pregunta a su hijo por el motivo de su comportamiento; no reprocha a Jesús su extravío, desea una justificación que haga razonable su sufrimiento.

Respondiendo a su madre, Jesús dice que “…yo debía estar en la casa de mi Padre”; El verbo “debía”, equivale a “es necesario”; expresa la necesidad de dedicarse plenamente a la voluntad de Dios de las profecías y de las Escrituras. Jesús, por lo tanto, afirma que el “deber” hacia el Padre precede cualquier obligación delante de su familia terrena.

Y después, para Lucas, Jerusalén es la verdadera ciudad de Jesús; inicia y termina su evangelio presentando a Jesús ahí y presentando todas las manifestaciones (epifanías) de Jesús en ése lugar. Y el Templo que es el centro de Jerusalén y la casa de Dios es el verdadero lugar de Jesús. El motivo tan sugestivo de Lucas manifestando la incomprensión de los padres de Jesús; es un argumento utilizado muchas veces en su evangelio. El evangelio no dice hasta qué momento las “palabras” y la realidad de Jesús permanecieron incomprensibles para María, pero deja entender que ella llega por el camino de la “memoria” y de la “meditación”. Al final de la lectura de éste día, Lucas pone el “recordar” de María en el corazón, el cual bíblicamente, lo expresa como la sede de la inteligencia y del conocimiento y sobre todo el centro de la interioridad y de la espiritualidad del hombre. El verbo que se utiliza “conservar” , no es un verbo que indique inmovilidad, sino dinamicidad; es decir, va acompañado por la reflexión y por la reconsideración.



MEDITATIO: Jesús ha venido al encuentro del hombre a través de una familia. Esa fue la voluntad de Dios, hacerse presente a nuestro mundo a través de una familia. El Dios con nosotros, Aquél que se encuentra donde está la familia unida por Dios, es nuestro Dios. Sólo Ése.

Que Dios se nos haga encontradizo en el seno de la familia, no hace más fácil la convivencia con Él. La familiaridad de María y José con Jesús, el Dios encarnado, no les ahorró incomprensiones y dolores, al parecer gratuitos, innecesarios como es todo dolor familiar. Y es que, aunque es hijo, aunque familiar, Jesús es siempre diferente, extraño, alejado de nuestras preocupaciones pequeñas y ocupado siempre en dar satisfacción a su Padre.

Como María, que vivió la experiencia de su hijo que se le pierde; un Dios que se nos puede extraviar, aun yendo con nosotros, es un Dios al que no nos podemos acostumbrar, que siempre nos puede sorprender, que el creyente no puede dejar de contemplar. Darlo por conocido, saberse familiar, es la mejor manera de perderlo. María nos lo enseña.

Como María, con frecuencia, somos los primeros en sorprendernos ante un Jesús que parece extrañarnos con su comportamiento, cuanto más nos esforzamos por entenderlo; creemos que por haberlo aceptado un día, lo conocemos suficientemente; pensamos que somos ya familiares, por habernos familiarizado un poco con su voluntad.

María perdió a su hijo y encontró al Hijo de Dios. El caso es que ella no paró hasta recuperarlo y se atrevió a pedirle una explicación a su comportamiento. Fue ansiosa su búsqueda y grande su anhelo por reencontrarlo.

En realidad, y como María tuvo que aceptar al final, Jesús no se le había perdido: él sabía muy bien donde estaba y la razón; fueron sus padres quienes perdieron al hijo; renunciando a considerarlo como su auténtica familia, Jesús proclamaba Padre sólo a Dios.

La respuesta que Jesús dio a su madre no aclaró su comportamiento: la paternidad de Dios no había sido obstáculo para su maternidad; no lo pudo entender muy bien, pero tuvo que convivir con él. Y hubo que irse acostumbrando a no comprender a quien habría dado a luz. Se puede amar a Dios y cuidarse de El, como María hizo con Jesús, sin llegar a entender sus razones; pero sin dejar de custodiarlo, mientras vivamos en su compañía. Y de hecho, a medida que crecía Jesús, crecía ante su madre como Hijo de Dios.

La forma de conservar a Dios, respetando sus decisiones y aceptando sus opciones, por extrañas que nos parezcan, es, como lo hizo María; conservar cuanto con él vivía entrañablemente en el corazón: guardar en silencio cuanto veía, y guardarse de preguntar mientras con Él convivía.

El misterio de Dios no cupo en la mente de María, pero tuvo cabida en su corazón. Es la única manera garantizada que existe de no perder a Dios. Guardar cada instante que con Él vivimos en nuestra memoria, aprovechar toda ocasión, mientras esté con nosotros, para atenderlo, y renunciar a entenderlo con la mente para comprenderlo con el corazón.



ORATIO: Gracias, Padre, Bueno, porque en tu Hijo Jesús, nos has manifestado que eres un Dios que precisa de cuidados, dado que puede perdérsenos tu Hijo en cualquier momento y lugar.

Hoy, tu Palabra, me invita a dialogar contigo sobre lo que me lleva a perder de vista a tu Hijo o sobre lo que le lleva a Él a esconderse de mi vida y huir de ella.

Me descubro compañero de María en la búsqueda afanosa de Dios y en la angustia por haberlo perdido. Es una sorpresa agradable, y como tal la siento. Y por lo mismo, agradezco a María el haber pasado por esta situación y ser la Maestra en la búsqueda y en el hallazgo de Dios.

Caigo en la cuenta de que quien pierde a Dios no lo recupera idéntico a como lo tenía antes. Doy gracias a Dios por ello: bien valió la pena tu extravío, Señor, tras encontrarte, te recupero más divino. Me quedo admirado y agradecido con los métodos y la forma de proceder del Padre, no siempre comprensibles pero siempre estupendos y hechos por amor a sus creaturas.


CONTEMPLATIO: Me consuela pasar por la experiencia de perder a Jesús, para descubrir al Hijo de Dios y la voluntad del Padre. Quiero aprender a respetar los métodos de Dios y más bien contemplar su acción misericordiosa y amorosa.


P. Cleo

1 comentario:

JUAN JOSE dijo...

Me impresiona ese punto de reflexión: María pierde al hijo y encuentra al Hijo de Dios.
Yo también he perdido al Cristo mágico de mi infancia y voy en busca del Hijo de Dios que me ha hecho, también, hijo de Dios.
Creo que debo actuar como María en todo lo que no voy entendiendo: guardarlo en mi corazón.