Texto para leer y meditar:
Jn. 6, 41-51
LECTIO
Jesús continúa el discurso que había iniciado tras la multiplicación de los panes. De nuevo aparece la resistencia a creer, mediante una verdadera murmuración contra Dios y que tiene su punto de partida en un malentendido: no se puede arrogar orígenes superiores aquel de quien se conoce de dónde viene, cuál es patria y quién es su padre. La murmuración que suscitan sus palabras entre sus oyentes le confirma que no han sido llamados por Dios para vincularse a él: creen conocerle bien, pero Jesús no les reconoce como suyos; y es que la aceptación de sus palabras es el criterio básico para aceptarlos o bien para rechazarlos. La ironía no puede ser más sutil: verdaderamente lo conocen, pero no lo pueden reconocer porque no se les ha dado como regalo; sus objeciones confirman que Dios no los ha conducido hasta él. Sólo a quien Dios atrae, camina hacia Jesús: de ahí que quien se acerca a él, deba saberse movido y motivado por Dios: su movimiento hacia Jesús ha sido iniciado por Dios, por eso son sus “iniciados”, discípulos de Dios.
El Evangelio de hoy habla nuevamente sobre el pan del cielo, repitiéndose la comparación con el pan dado al Pueblo Hebreo en el desierto. Como el maná, Jesús viene del cielo; sólo el pan que baja de lo alto, Jesús en persona, garantiza la vida. De esta forma, la vida se relaciona con un pan que da la vida y que hay que comer. Aparece, un nuevo e inaudito dato en la revelación: de creer en él es necesario pasar a alimentarse de él; es decir de la fe a la comida; el modo de relacionarse con Cristo es ahora tan concreto como insólito.
Tras haberles saciado el hambre multiplicando el pan y haberles, después, recriminado que volvieran a buscarlo sólo porque andaban en búsqueda de pequeños prodigios, Jesús se presenta ante amigos y extraños, para sorpresa de todos, como el verdadero milagro: yo soy el pan bajado del cielo. A sus primeros oyentes semejante identificación tuvo que resultarles excesiva: no podían creerse que el inesperado donante, en la multiplicación de los panes, fuera también el don más anhelado; una cosa es procurar el pan, aunque sea de forma prodigiosa, a una muchedumbre hambrienta y otra, bien distinta, es presentarse uno mismo como alimento divino.
MEDITATIO
La multitud acudió en la búsqueda de alimento abundante y se encontraban con que, quien pudo un día procurárselo, se ofrecía ésta vez a sí mismo como pan; y, lo que es peor, creían conocerlo demasiado bien como para no esperar milagros de su parte; sabían sobre él tanto, como para no creerse lo que les estaba diciendo: un hombre cuyos padres son conocidos, no puede venir inventándose orígenes insólitos; no proviene del cielo aquel cuyos padres viven en la tierra.
Conocer tan bien a Jesús puede acarrear en el creyente la duda de fe en todo lo que le promete. La familiaridad con él y con su evangelio, puede hacerle al creyente dar por sabido todo lo que pueda decirle, y por imposible todo cuanto pueda prometerle. Por ser tan conocido, Jesús ha dejado de intrigarle al creyente y hasta de ilusionarle. El discípulo está perdiendo la ocasión de experimentar lo que tanto desea y más necesita, la satisfacción de sus necesidades, sólo porque le parece imposible que en Jesús tenga solución.
Jesús mismo apunta el motivo: “nadie puede venir a mí si no lo trae el Padre...Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí”. Y es que a Jesús se va sólo quien es enviado por Dios; no busca a Jesús quien quiere, sino quien es querido por su Padre, que es quien lo encamina hacia él. Dios no nos manda a Jesús sólo para calmar necesidades momentáneas, sino para calmar una necesidad fundamental: hacerse discípulo de Dios pondría a nuestro alcance el pan que tanto necesitamos; aprender lo que Dios quiera enseñarnos nos descubriría que tenemos en Jesús no ya el pan de hoy, que asegura la subsistencia, sino la vida para siempre.
Los que encuentran en Jesús el Pan de vida es que han vivido a la escucha de Dios, de su voluntad y en su escuela.
Más que con necesidades que cubrir, tenemos que buscar a Jesús con la confianza de encontrar en Él más de lo que habríamos sospechado. Para lograrlo necesitamos menos conocimiento y más fe. La fe y la confianza entre los hombres y con Dios sólo pueden esperarse por amor; es Jesús quien nos lo ha recordado: “nadie viene a mí si no lo trae mi Padre”: creer que Jesús es la solución a nuestros problemas y entregarse a él con todos nuestros problemas, no es algo que nazca de nuestra necesidad; surge, más bien, de la necesidad que Dios siente de ponernos en las manos de su Hijo. Quiere decir que Jesús ya nos está esperando antes de que sintamos necesidad de Él; antes de que pensemos en Él, Él ya ha pensado en nosotros; nuestra fe, la opción de seguir a Jesús y quedarse con Él, es, pues, reflejo y efecto de la fidelidad que Dios mantiene con nosotros.
ORATIO
Creo en Ti, Padre Bueno que nos llamas y mostrándonos a tu Hijo nos llevas a creer en Él; y creo en tu Hijo Jesús que es el Pan bajado del cielo, el alimento de nuestras vidas.
Que sepa descubrir, Señor, que tu Padre está al inicio de mi vida y de mi fe, sólo Él es quien me ha llamado y me hace conocer los secretos que encuentro en la experiencia de encuentro contigo. Y siendo elegido y querido por el Padre, buscaré ser discípulo de su Hijo.
Ésta es la voluntad del Padre, descubrirlo y hacer su voluntad; descubriendo que mi necesidad más fundamental puede ser saciada solamente en Jesús. El es el Pan de Vida que asegura la vida para siempre.
Enséñame, Señor a estar siempre a la escucha de tu Palabra y en docilidad a tu voluntad y encontrar en Jesús el Pan que da la vida.
CONTEMPLATIO
Saberme fruto del Amor de Dios y llamado a alimentarme de su Palabra, de su Pan. Sentirme amado y alimentado en el amor.
LECTIO
Jesús continúa el discurso que había iniciado tras la multiplicación de los panes. De nuevo aparece la resistencia a creer, mediante una verdadera murmuración contra Dios y que tiene su punto de partida en un malentendido: no se puede arrogar orígenes superiores aquel de quien se conoce de dónde viene, cuál es patria y quién es su padre. La murmuración que suscitan sus palabras entre sus oyentes le confirma que no han sido llamados por Dios para vincularse a él: creen conocerle bien, pero Jesús no les reconoce como suyos; y es que la aceptación de sus palabras es el criterio básico para aceptarlos o bien para rechazarlos. La ironía no puede ser más sutil: verdaderamente lo conocen, pero no lo pueden reconocer porque no se les ha dado como regalo; sus objeciones confirman que Dios no los ha conducido hasta él. Sólo a quien Dios atrae, camina hacia Jesús: de ahí que quien se acerca a él, deba saberse movido y motivado por Dios: su movimiento hacia Jesús ha sido iniciado por Dios, por eso son sus “iniciados”, discípulos de Dios.
El Evangelio de hoy habla nuevamente sobre el pan del cielo, repitiéndose la comparación con el pan dado al Pueblo Hebreo en el desierto. Como el maná, Jesús viene del cielo; sólo el pan que baja de lo alto, Jesús en persona, garantiza la vida. De esta forma, la vida se relaciona con un pan que da la vida y que hay que comer. Aparece, un nuevo e inaudito dato en la revelación: de creer en él es necesario pasar a alimentarse de él; es decir de la fe a la comida; el modo de relacionarse con Cristo es ahora tan concreto como insólito.
Tras haberles saciado el hambre multiplicando el pan y haberles, después, recriminado que volvieran a buscarlo sólo porque andaban en búsqueda de pequeños prodigios, Jesús se presenta ante amigos y extraños, para sorpresa de todos, como el verdadero milagro: yo soy el pan bajado del cielo. A sus primeros oyentes semejante identificación tuvo que resultarles excesiva: no podían creerse que el inesperado donante, en la multiplicación de los panes, fuera también el don más anhelado; una cosa es procurar el pan, aunque sea de forma prodigiosa, a una muchedumbre hambrienta y otra, bien distinta, es presentarse uno mismo como alimento divino.
MEDITATIO
La multitud acudió en la búsqueda de alimento abundante y se encontraban con que, quien pudo un día procurárselo, se ofrecía ésta vez a sí mismo como pan; y, lo que es peor, creían conocerlo demasiado bien como para no esperar milagros de su parte; sabían sobre él tanto, como para no creerse lo que les estaba diciendo: un hombre cuyos padres son conocidos, no puede venir inventándose orígenes insólitos; no proviene del cielo aquel cuyos padres viven en la tierra.
Conocer tan bien a Jesús puede acarrear en el creyente la duda de fe en todo lo que le promete. La familiaridad con él y con su evangelio, puede hacerle al creyente dar por sabido todo lo que pueda decirle, y por imposible todo cuanto pueda prometerle. Por ser tan conocido, Jesús ha dejado de intrigarle al creyente y hasta de ilusionarle. El discípulo está perdiendo la ocasión de experimentar lo que tanto desea y más necesita, la satisfacción de sus necesidades, sólo porque le parece imposible que en Jesús tenga solución.
Jesús mismo apunta el motivo: “nadie puede venir a mí si no lo trae el Padre...Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí”. Y es que a Jesús se va sólo quien es enviado por Dios; no busca a Jesús quien quiere, sino quien es querido por su Padre, que es quien lo encamina hacia él. Dios no nos manda a Jesús sólo para calmar necesidades momentáneas, sino para calmar una necesidad fundamental: hacerse discípulo de Dios pondría a nuestro alcance el pan que tanto necesitamos; aprender lo que Dios quiera enseñarnos nos descubriría que tenemos en Jesús no ya el pan de hoy, que asegura la subsistencia, sino la vida para siempre.
Los que encuentran en Jesús el Pan de vida es que han vivido a la escucha de Dios, de su voluntad y en su escuela.
Más que con necesidades que cubrir, tenemos que buscar a Jesús con la confianza de encontrar en Él más de lo que habríamos sospechado. Para lograrlo necesitamos menos conocimiento y más fe. La fe y la confianza entre los hombres y con Dios sólo pueden esperarse por amor; es Jesús quien nos lo ha recordado: “nadie viene a mí si no lo trae mi Padre”: creer que Jesús es la solución a nuestros problemas y entregarse a él con todos nuestros problemas, no es algo que nazca de nuestra necesidad; surge, más bien, de la necesidad que Dios siente de ponernos en las manos de su Hijo. Quiere decir que Jesús ya nos está esperando antes de que sintamos necesidad de Él; antes de que pensemos en Él, Él ya ha pensado en nosotros; nuestra fe, la opción de seguir a Jesús y quedarse con Él, es, pues, reflejo y efecto de la fidelidad que Dios mantiene con nosotros.
ORATIO
Creo en Ti, Padre Bueno que nos llamas y mostrándonos a tu Hijo nos llevas a creer en Él; y creo en tu Hijo Jesús que es el Pan bajado del cielo, el alimento de nuestras vidas.
Que sepa descubrir, Señor, que tu Padre está al inicio de mi vida y de mi fe, sólo Él es quien me ha llamado y me hace conocer los secretos que encuentro en la experiencia de encuentro contigo. Y siendo elegido y querido por el Padre, buscaré ser discípulo de su Hijo.
Ésta es la voluntad del Padre, descubrirlo y hacer su voluntad; descubriendo que mi necesidad más fundamental puede ser saciada solamente en Jesús. El es el Pan de Vida que asegura la vida para siempre.
Enséñame, Señor a estar siempre a la escucha de tu Palabra y en docilidad a tu voluntad y encontrar en Jesús el Pan que da la vida.
CONTEMPLATIO
Saberme fruto del Amor de Dios y llamado a alimentarme de su Palabra, de su Pan. Sentirme amado y alimentado en el amor.
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